miércoles, 17 de mayo de 2017

La universidad de la calle

Hace una semana que estoy en la calle, captando socios para ACNUR. Así que ya sabéis, si a alguien le interesa, que se pase por Granada y yo le apunto.

Lo malo que tiene la calle es que a veces llueve, a veces hace demasiado calor y siempre tienes que estar de pie mucho rato y te revientas los riñones. Lo bueno es que te enseña muchas cosas. Por ejemplo, que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, o que un viernes a las seis de la tarde hay mucha gente paseando por el centro histórico de Granada con toda la prisa del mundo. 

También te enseña a quién tienes que parar y contarle la de refugiados que necesitan su ayuda —60 millones, por si os lo preguntabais—. Y no hay que parar a la gente que va de compras y no tiene prisa, ni a las señoras con joyas que tienen de sobra para dar 15€ al mes. No hay que parar a la gente que va con una Biblia en la mano y cara de superioridad, aunque sí a las religiosas porque, aunque no puedan colaborar, te escuchan con amabilidad. Hay que parar, preferiblemente, a la gente joven, que a lo mejor está en el paro, que a lo mejor son estudiantes, pero que al menos te escuchan y prometen, con cierta sinceridad, buscarte cuando consigan trabajo.

Te enseña, sobre todo, que la amabilidad nunca está sobrevalorada. Que entre alguien que pasa a tu lado y ni siquiera te contesta, como si no fueses una persona que le está hablando sino un obstáculo muy molesto, y otra que te diga "Lo siento, no te puedo atender, que vaya bien la tarde", no hay un mundo de distancia, hay dos. Ninguna se ha parado, pero mientras que una te deja sintiéndote menos persona, la otra te da fuerzas para seguir haciendo tu trabajo.

Ayer me metí en un casino de la calle en la que estábamos currando, para ir al baño. Y resulta que la camarera también había estado trabajando para ACNUR. Me preguntó por mi equipo, se interesó por cómo me estaba yendo y, sabiendo que estaría cansada y muerta de sed, me dio una botellita de agua fría. Y esta interacción de dos minutos, esa botellita de agua, me salvó la tarde. Porque efectivamente, estaba agotada, física y psicológicamente, y que alguien me tratase con respeto, con amabilidad y hasta con cariño me recordó qué estaba haciendo; vender algo, sí, pero no aspiradoras: solidaridad, ayuda, humanidad.

Sé que los captadores y los relaciones públicas son una plaga, y son molestos. Que cuando vas con prisa, o incluso sin ella, lo último que te apetece es escucharlos. Y no tenéis que hacerlo, es su trabajo conseguir que os paréis. Pero recordad, por lo menos, que la amabilidad nunca, nunca está sobrevalorada.

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